Me dirigí a la biblioteca y allí estabas tú, con una de mis novelitas, ensimismada, absorta en ese mundo que imaginé sólo para tí.
Como un espía, sin hacer ruido, fuí rodeándote por la espalda, a fín de saber en qué página estabas inmersa en tu lectura. Poco a poco te fuí desvelando... Estabas leyendo esa parte en la que el protagonista era invitado a entrar en la casa de su amiga. Y tú, como si fueses la misma anfitriona, pasabas la hoja con tanta dulzura y suavidad, que la misma hoja de la novela sentía deseos contigo.
Seguí rodeándote y me senté delante de tí, sin que advirtieses mi presencia.
Clavé mis ojos en los tuyos y dejé que pasase el tiempo, mirando cómo tus ojos no dejaban pasar ninguna de las palabras que yo había escrito y, como una ondulada brisa marina, emergían tus efluvios más íntimos, haciendo que tu visión fuese aromática y perceptible en aquella sala.
Continuabas pasando hojas de mi novela y tus ojos claros dejaban entrever que el deseo era una prioridad en el calor de tus piernas. Tu pelo, se había vuelto sedoso y desprendía un aura de atracción física de la que no era ajeno ningún hombre de los que estabamos en la biblioteca. Tus mejillas se sonrojaban por momentos y dejaban un halo de calor a tu alrededor, que calentaba la sala.
Por un momento dejaste ese mundo tan especial y tan familiar de tinta negra y papel blanco, levantando levemente la mirada, dejando por un momento mis palabras, y me miraste.
No sabías quién era yo, pero continuabas mirándome. Yo hacía lo propio con tus ojos... No podía dejar de mirarlos. Seguían hablandome de amor y lujuria desenfrenada mientras me mirabas.
Todos los hombres de la sala deseaban saber qué leías y qué poder era el que hacía que desprendieses esa gracia. Era como una melodía brujeril, una danza de fuego en la hoguera de la pasión íntima. Un sinfín de gotitas de agua perfumada que recorrían cada poro de tu piel hasta desvanecerse en el aire.
Volviste a bajar la mirada. Volviste a la lectura. La continuaste por unos minutos solamente. Comenzaste a recoger todas tus pertenencias, introduciéndolas una a una en tu bolso, dejando la novela para ser la última en subirse a aquel medio de transporte con destino indefinido.
Yo también deseé subirme a aquél bolso tuyo. Deseé ser pequeñito para que me pudieses meter en tu bolso como cualquier otro de tus objetos. Deseé ser un muñequito práctico para que me metieses entre tus pertenencias y así salir de él, dejar la guarida, para descubrir tu mundo, tu habitación, como un duende liante, y sabotear tu armario o tu cómoda. Sacar toda tu ropa y descubrir lo más íntimo de tí. Leer tus diarios, memorizarlos, descubrir qué te gusta y lo que no, llevarte allá donde quisieras estar o ir contigo a visitar las ciudades que deseas ver.
Te levantaste y abandonaste la biblioteca. Y contigo se fué aquél perfume lleno de feromonas, aquella fragancia a deseo, a mujer inexplorada y a flor recién abierta en la madrugada.
Desperté de mi ensoñación tras el golpe de la puerta al cerrarse. Mi cuerpo reaccionó y me levanté de aquella silla. Quise correr detrás de tí, pero una extraña fuerza me hacía pesado y lento.
Tras una eternidad de esfuerzo desmesurado, salí de la sala y me dirigí a la calle. Te busqué, mirando alrededor y en todas las direcciones. Sólo acerté a ver cómo tu pelo desaparecía tras una esquina y corrí para alcanzarte.
Llegué a aquella esquina y te ví. Caminabas sola, pero a buen ritmo. Te seguí a tan sólo unos pasos por detrás. La calle se volvía larga y se llenaba de obstáculos. Giraste a la izquierda y continuaste calle abajo hasta un bonito y enrejado portal, donde te paraste, sacaste un manojo de llaves y abriste sin mucha dificultad.
Cruzaste el umbral y dejaste que la puerta fuese cerrando detrás de tí. A pocos centímetros, paralicé la puerta. Te diste cuenta de que la puerta no había hecho el ruido habitual y te giraste. Nos miramos de nuevo y me miraste sorprendida. Intenté sonreirte, pero no supe hacerlo bien. Tu cara de estupor no era la reacción que yo esperaba a mi presencia.
- " El..., la... novela", acerté a vocalizar.
- " La novela... Yo la escribí... Mira el reverso".
Una pequeña foto mía desveló por fín mi autoría. Tu cara se volvió una agradable caricia cuando empezaste a sonreir mirando el reverso de la novela.
- " Es cierto, eres tú. ¿Por eso me has seguido?".
- " Si... No... En parte...". Me sorprendí a mí mismo balbuceando como un idiota. Quería morderme la lengua para no continuar metiendo la pata, pero parecía una caída sin fondo y sin red.
- " Quería... Quería saber qué opinas sobre ella".
Una nueva sonrisa y un gesto de invitación a seguirte, me hicieron creer que estaba en el cielo.
Subí las escaleras detrás de tí, como un perrillo faldero, mirando cómo tus caderas se contorneaban con cada paso, no sabiendo si subía al cielo de tu cuerpo o estaba bajando al infierno de mis deseos.
Llegamos a tu puerta. El manojo de llaves volvió a tintinear entre tus dedos y, tras un par de giros a la cerradura, la puerta a tu palacio se abrió e iluminó mi cara como a la de un niño que acaba de descubrir un juguete nuevo en Navidad.
Me invitaste a pasar y me pediste que me pusiese cómodo. Te dirigías a la cocina a la vez que me preguntabas si deseaba un café.
- " Te deseo a tí", mascullé entre dientes mientras continuaba mirando cómo tus caderas se alejaban de nuevo de mi campo visual.
- " ¿Qué has dicho?"
- "Que sí. He dicho que sí...".
Casi meto la pata de nuevo y dejo al descubierto mis verdaderas intenciones.
Oigo cómo sube el café de la cafetera y mientras, me recreo en la estancia acogedora de tu casa. Bien ordenada, moderna, libros por las estanterías y música de cantautores románticos son los únicos inquilinos de tu piso vacío.
Dejé mi chaqueta apoyada a una silla de la entrada y me senté lentamente en tu sofá, mientras seguía espiando y analizando cada rincón de tu casa.
Al poco llegaste con una bandeja, con tazas y unos bocaditos. Me los ofreciste, pero deseé esperar por el café. Y por tí. No quería dar imagen de hambriento ni de descortés.
Esperé por tí. Esperé a que volvieses con esa cafetera con café recién hecho, que inundó la estancia como el vapor de una locomotora antigua. Dejando el rastro característico de algo cocinado con pasión y dedicación. Suave y profundo. Me llenó los pulmones de ese olor a café, mezclado con tus feromonas, que me volvió hipnótico. Hizo que mi deseo por tu presencia fuese necesario y obligado. Dejé que tu cuerpo me ahogase con ese placer. Me quedé ciego ante tu belleza.
Tu pelo, caía suavemente por tus hombros hasta cubrirlos, y se movían con tanta dulzura, que parecía que estaban acompasando un movimiento predefinido de encantamiento. Y yo era el encantado.
Encantado por mirarte. Encantado por tu belleza. Encantado por tu inteligencia. Encantado por tu voz. Encantado por sentir tus deseos sin tocarte...
- " ¿En qué piensas cuando escribes estas novelas?.
Tu pregunta me devolvió de esa hipnosis de sentimientos de deseos. Me hizo regresar a mi mundo real, al que no deseaba regresar jamás mientras estuviese disfrutando en tu compañía.
- " En tí", llegué a contestar con grave desacierto.
Una sonrisa de ternura se esbozó en tu cara y tu boca se llenó de deseos en forma de palabras y sonidos suaves.
- " Pero si me acabas de conocer... ¿Cómo puedes decir que piensas en mí?".
- " ¡En mis lectoras!, quise decir en mis lectoras, en las mujeres que me leen...".
No sabía dónde meterme. Una vergüenza tan roja y tan potente como un sol se formó en mi cara...
Continuabas sonriendo. Me avergonzaba de mí mismo. De haberte seguido, de haber invadido tu intimidad, de saber de tí.
Pero deseaba desnudar tu alma. Saberlo todo sobre tí y plasmarlo en una hoja de papel. Describirte con tinta y dejarte inmortalizada en un lienzo blanco. Desnudar cada curva de tu cuerpo con palabras. Hacerte el amor con cada letra escrita y plasmar con cada trazada, el deseo de admirar tu cuerpo entre mis dedos y mi boca.
Me cogiste de la mano y me pediste que te describiese a tí, como lo hacía con cada una de las protagonistas de mis novelas. No pude negarme.
Te miré a los ojos de nuevo. Llegué a perderme por un momento en su universo, para empezar a desnudarte con palabras, volviendo lentamente, inmerso en tus pupilas, dejando tras de mí, caricias en tu alma.
Por más que intentaba ser caballero, me volví un truhán y un soñador. Robé tu perfume para respirarlo con mi piel. Atrapé tus suspiros con mis manos de sueños y anhelos. Me dejé llevar por tu boca y el brillo de tus ojos hasta caer en un pozo sin fondo.
Te besé con delicadeza, dejando que mis labios se quemasen con el roce de los tuyos. Dejé que nuestras bocas jugasen a su particular juego. Mi lengua, celosa y bobalicona, entró en el juego sin permiso. Dejaste que la tuya se enfrentase a ella con pasión y deseo, haciendo que nuestras manos acariciasen nuestros cuerpos en un torbellino de frenesí. Mi cara, tus brazos, mi pecho, tu espalda...
Dejé que me invadieses como pago a mi osadía. Necesitaba saber cómo podía pagar la forma a la que hice invasión a tu intimidad. Te subiste sobre mis piernas y dejaste que mi cara descansase sobre tu pecho, sintiendo cómo tu respiración, cómo tus pulsaciones y cómo tus feromonas atacaban mi cuerpo a través de tu marcado escote.
Besé suavemente tu piel, dejando que mi boca disfrutase de las circunstancias. Masajeé tu espalda mientras lentamente te sacaba la blusa y dejaba que te acomodases en la incomodidad de mi respiración y el calor de mi cuerpo.
Busqué ansiosamente cada botón de tu blusa y los saqué de los ojales, dejando al descubierto tu torso enfundado en pequeñas gotitas de fragancia natural de deseo y elevada concentración de placer. Conquisté el enganche de tu sujetador a base de engaños y estrategia, haciendo que su pérdida no supusiese más que un pequeño trámite hacia la perdición de nuestros cuerpos.
Sin darme cuenta, a la vez que tu sujetador caía bajo mi bandera, mi camisa era presa de tus garras, manchándose con el sudor de nuestros cuerpos. Me habías despojado de mi coraza con verdadero sigilo, volviéndome frágil y delicado a tus caricias.
Tus senos, rebosantes y firmes, me invitaron a caer en el mundo de mis sueños y los besé suave y lentamente. Abrí mis labios y los posé haciendo que acariciasen tus aureolas, mientras succionaba con verdadera ansia tus pezones, como si bebiese de un manantial de eterna juventud.
Jadeabas con ternura y, a ratos, embravecida. Mis dedos recorrían tu espalda como dos perdidos en la ilimitada parcela de un desierto. Te deseaba y dejabas que tu cuerpo fuese mío. Anhelabas mi cuerpo como yo yacía embrujado por el tuyo.
Notaba cómo mi pantalón se mojaba bajo tu influyente presencia. Una humedad incómoda que se volvía placentera y a la vez descontrolada.
Deseaba quitarme los pantalones sin parecer obstinado o desesperado por llegar más lejos, así que opté por moverme. Por mostrar que estaba incómodo de la forma menos agresiva que pude encontrar.
Llevé tu cuerpo hacia un lado, haciéndo que se recostase en el sofá de la forma más cómoda. Obligué a mis pantalones a dejar el contacto con la piel de tus piernas. Pedías a gritos continuar con aquél desenfrenado encuentro y me empujaste aún más hacia tu cuerpo. Continuaba succionandote los pezones mientras tus jadeos se hacían más fuertes y únicos. Alcanzaste a bajarme los pantalones hasta las rodillas, a deshacerte con los pies de mi boxer y de, con una de tus manos, tocarte el clítoris a modo de masturbación, haciendo que me provocases un poco más.
A ratos, encontraba mi pene un pequeño rinconcito de tu entrepierna donde retozar y dejar su huella. Pequeñas caricias, casi imperceptibles, dejaban constancia de mis ganas de tí. Una gotita de mi esencia buscaba tu perfume y hacía aún más difícil nuestro encuentro.
Dejé tus pezones y bajé besándote el ombligo hasta llegar a tu púbis. Me recreé en tus labios y en tu perfumado licor por tiempo indefinido. Saboreé tu naturaleza durante mucho tiempo. Paseé mi lengua por todo aquél lugar. Libé tanta miel como una abeja pueda libar en una temporada, y tan profundamente me instalé en tu interior, que arqueabas la espalda con extrema tensión.
Mientras mojaba con mi lengua todo tu cuerpo, deslicé algún dedo dentro de tu hueco. Busqué con él dentro de tí algún lugar donde poder acariciarte con dulzura y desenfreno. Creí conseguir dar con ese lugar cuando tu cuerpo, una y otra vez, se retorcía entre jadeos, susurros, quejidos de placer... Estremecías y convulsionabas tu cuerpo con suavidad y propinabas verdaderas señales de justicia cuando mordías tus labios en señal de éxtasis.
Quería demostrar mi pericia en el arte del amor, así que regresé a tus brazos. Tus dedos habían estado jugueteando y mi pene volvía a ser el torpe buscador de antes.
Cogiste mi pene con tus dedos y frotaste su punta contra tu entrepierna en un afán de mantener vivo el deseo de conseguir penetrarte mientras continuaba besándote el cuello. Sentías demasiado calor entre tus brazos como para dejar que mi pene siguiera sufriendo de esa manera a las puertas de tu cuerpo. Dejaste que en la siguiente pequeña embestida te penetrase lo suficiente como para no perder el camino. Otra embestida más y el camino se abrió con facilidad. Deseabas ser penetrada y lo dejaste bien claro. La siguiente embestida trató de confirmarte mi deseo. Continué embistiéndote lentamente dutante una eternidad. Tu abrazo se volvió más posesivo y más lujurioso. Ansiabas un final, pero no estaba dispuesto a concederte ese deseo.
Acompasaste mi penetración con tu movimiento de cadera. Hicimos el amor como nadie lo ha hecho jamás y, dejamos que la poesía de nuestra rítmica respiración marcase el compás del placer mútuo.
Te abandonaste en una convulsionada forma de expresar tu final. Jaleaste tu deseo con un grito sordo bajo el cojín. Arqueaste la espalda de forma acusada y explícita. Buscaste una última embestida, profunda y larga, que dejase en tu interior un buen recuerdo. Con tus piernas me empujaste una vez más hacia tu interior y me rogaste que no terminase aquí nuestro encuentro.
Tras unos segundos, me pediste que me retirase. Deseabas conocer el alcance de tu locura.
Descubriste que yo aún era vírgen en tu cuerpo. Me hiciste sentir especial cuando me sonreíste de nuevo, esta vez con tu pelo cayendo en mi vientre, mientras tus labios jugueteaban con mi pene. Tu lengua quiso seducirme con húmedas caricias. Mojaste todo mi perfíl de una pasada. Sentí un estremecimiento tan largo y placentero como profunda era la herida sangrante de líquido lechoso y blanquecino que se abrió en tu boca. Dejaste que bajase por tu boca a la vez que te incorporabas sobre mí y el líquido amarfilado discurría a través de tus pechos hasta que tus dedos interrumpieron el camino y se llevaron una gotita de ese líquido dulce hasta tu entrepierna, aún temblorosa y humedecida donde, como una marca, dejaste mi impronta en el interior de tu cuerpo.
Marcaste con el sello de mi lujuria tu deseo. Dejaste un vivo recuerdo de nuestro encuentro con aquella tonta acción. Dejaste que tu fresco aroma de sudor me impregnase la piel y la tatuaste con el hierro candente de tus besos.
El frío café dejó un sabor dulce en mi boca, devolviéndome a la realidad de tu casa, a tu pregunta sin respuesta aún, a tí...
Poco a poco me fuí despertando de aquel sueño que no fué soñado, de aquellas caricias de piel contra piel, de besos con huella y susurros de deseo sin permiso.
Quería seguir allí. Convertirte en mi próxima protagonista. Dibujarte con tinta en los cuadernos del placer.
Tus ojos continuaban sonriéndome, pero una mirada perversamente satisfecha y llena de lujuria se posó en mi mundo... Me hiciste creer que te había estado persiguiendo en todo momento, pero sabías uque tu plan, perfectamente orquestado, había salido como deseabas. Me habías tenido para tí sola. Te había rubricado mi firma en tu cuerpo.
Ahora sabías que era todo tuyo.
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